Incluir sin cambiar
La asunción de Kirchner al poder fue acompañada por una exitosa invención épica del pasado, que estableció los criterios con los que identificar a los buenos y los malos con los que ir ordenando el caos social y político reinante. El campo de la educación fue de los más dispuestos a sumarse y aprovechar la oportunidad de volverse a inventar. A la Academia le fue devuelto el papel de vanguardia en el reciclado criollo de la nueva era del progresismo. Se les dio la posibilidad de marcar la raya para separar a los que piensan bien, de los que lo hacen mal y una serie de instrumentos para que la separación se concrete. La caja no es muy jugosa, pero incluye los premios y castigos que jalonan la vida de un académico. De modo que en esta dimensión el sectarismo, que siempre acompaña las gestas épicas, tuvo materia en la que desplegarse.
Con la misma fuerza identitaria se plasmó una política educativa que tuvo el mérito de proporcionar un relato que otorgaba grandeza y sentido patriótico a la administración de la decadencia del sistema. De la corrosiva crítica a la institución escolar, se pasó a considerarla un espacio para la ampliación de los derechos, se dejó de interpelar a los docentes como profesionales para entronizarlos como comprensivos y sacrificados trabajadores, que hacen posible la ampliación de derechos de las nuevas generaciones.
Luego de un primer período de refundación legal del sistema, que incluyó una nueva Ley de Educación que amplió la obligatoriedad, aunque ésta nunca se concretó, una Ley de Educación técnica inspirada en la Argentina de los 50 y una Ley de Financiamiento que dio óptimos resultados, durante el corto período en que se aplicó. Se gobernó en total armonía con los intereses de la corporación sindical que recuperó, también ella, la condición de representante de los sacrificados trabajadores, encargados de moldear las conciencias de los nuevas generaciones.
De allí en más el sistema se desenvolvió con escasos tropiezos en su dinámica de reproducción de un sistema obsoleto e injusto, que sostuvo su condición de máquina transmisora de las nuevas lecturas del progresismo.
El relato se impregnó de pobrismo y en base a ello se abandonó el mandato moderno de incorporar a las nuevas generaciones al diálogo universal a través del traslado de los instrumentos de la cultura y del conjunto de valores que permiten la integración de todos a un mismo espacio ciudadano. De allí en más, el imperativo fue la inclusión en el espacio escolar, sin que se transformen los recursos culturales de origen.
Enseñar pasó a ser un propósito marginal en la larga lista de tareas asistenciales a las que debe abocarse la escuela.
El imperativo de incluir a todos, sin cambiar nada, derivó en un permanente desarme del dispositivo escolar para desactivar los mecanismos destinados a evaluar, clasificar y seleccionar. Todo se mantiene igual, la diferencia es que los dispositivos de evaluación son solo aparentes. El mismo prototipo de los años 40, generoso en la inclusión, pero vacío de sentido y utilidad. Un simulacro que después de la pandemia dejó de engañar. Ya todos sabemos que es alto el % de alumnos que después de seis o siete años de escolarización primaria no leen con fluidez, no alcanzan niveles satisfactorios en matemáticas y ciencias. Casi lo mismo podemos decir del 50% de los chicos que se gradúan en la secundaria. La maquina escolar ya no enseña.
Las nuevas alfabetizaciones solo se asoman muy esporádicamente en los programas de estudios. No tenemos evaluación de nuestros aspirantes a docentes, pero hay un consenso generalizado respecto de las deficiencias de su formación y si bien sus sindicatos cogobiernan el sistema, los docentes siguen pobres, sus condiciones de trabajo son inadecuadas, carecen de una carrera profesional y comenzamos a registrar una sensible merma entre los aspirantes a esta carrera.
La reconstrucción identitaria ha permeado el discurso escolar de casi todos los niveles educativos, no solo interpelando la dimensión política de la personalidad de los alumnos sumándolos a la épica del nuevo progresismo, sino que ha avanzado en lo más sensible de las pertenencias de género. Esto de ningún modo es privativo de nuestro medio, sino que retoma un movimiento que permea la cultura occidental, pero en nuestro caso todo se amalgama en una trama muy apretada en que pareciera que la épica K es un modo de estar en el mundo que trasciende los posicionamientos políticos.
*Miembro del Club Político y de la Coalición por la Educación.
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Fuente: Perfil