Antídoto contra los populismos
La cultura es la capacidad que cada individuo tiene de formu lar juicios fundados de valor sobre determinadas cuestiones. Para ello, obviamente, se necesita estudio, investigación y conocimiento previo. A su vez, la palabra “cívica” deriva de “civis” (ciudad: lo que pertenece a ella). Si bien son muchas las cuestiones que pueden “pertenecer” a una ciudad, o a un país en general, se reserva la expresión “cultura cívica” para hacer referencia a la capacidad de conocer y formular juicios fundados de valor sobre la organización política de un país y el funcionamiento de sus instituciones.
Los pueblos cívicamente cultos entienden, por ejemplo, que la autoridad es indispensable para que se pueda lograr el fin de cualquier Estado, como es el bien común y la satisfacción de la necesidad que los hombres tienen de vivir en armonía. Comprenden que los términos “orden” y “autoridad” no son propios del fascismo, sino que es precisamente la convivencia democrática la que, en el marco general del reinado de los derechos y libertades, nos pide, a cada uno, que ellos sean ejercidos conforme a las leyes que los reglamentan y respetando la existencia de los derechos que los demás también tienen. No entender esta premisa tan elemental es el caballo de Troya a través del cual la anarquía ingresa en las sociedades.
La cultura cívica ayuda a comprender que el desdén por el orden implica subvertir los valores de cualquier Estado, generando el deleznable efecto de la “subversión”.
Los pueblos cívicamente cultos conocen sus derechos, sus libertades y el origen de estas, pero también saben que, así como la rosas tienen sus espinas, los derechos tienen, como contrapartida, obligaciones que es necesario respetar para que la vida en comunidad sea sana.
El populismo gobernante en la Argentina desde hace casi veinte años pretende hacernos creer que la sociedad es la “cajita feliz” de los derechos ilimitados, haciendo que el principio de igualdad, constitucionalmente consagrado, mute a igualitarismo. La colonización cultural a la que se pretende someter a los jóvenes en plena formación, en este sentido, convierte en letra muerta al himno nacional de Vicente López y Planes, revalorizando al “Cambalache” de Discépolo, quien vaticinó hace noventa años que así como en el año quinientos diez el mundo había sido una porquería, lo sería en el dos mil también. Como queriendo adivinar el advenimiento del kirchnerismo en la Argentina, escribió el himno que mejor describiría su impronta ideológica: “Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, pretencioso, estafador”, así como que “todo es igual”, que “nada es mejor”, y que es lo mismo “un sabio que un gran profesor”.
La cultura cívica que tanto nos falta nos permitiría ejercer un adecuado control electoral de quienes elegimos, mediante el sufragio, para conducir nuestro destino; y nos haría comprender que, si en el marco de la democracia debemos transferirles ese poder, no es porque nos encanta que se limiten nuestros sus derechos, sino porque sabemos que ello resulta indispensable para que la convivencia sea civilizada.
Es por ello que los pueblos cívicamente cultos advierten la importancia de lo que significa la existencia de una constitución como límite al ejercicio del poder, y en consecuencia, conocen el contenido de esos límites, convirtiéndose en severos guardianes de su acatamiento.
Para las sociedades cuyos individuos son cívicamente cultos, cualquier intento de incumplimiento o de perpetuación en el poder por parte de las autoridades constituye una falta grave inadmisible. En el contexto de pueblos con esas características, no proliferan los populismos y nadie se “enamora” de los gobernantes. Todo lo contrario a lo que la actual vicepresidenta pidió en una reciente entrevista televisiva: que la gente vuelva a “enamorarse” del Gobierno. Típica expresión de quien pretende pueblos militantes, sumisos, ignorantes y fanatizados; típica expresión de lo que Sófocles denominaba “oclocracia” (gobierno de turbas fanatizadas e irracionales).
Los pueblos que poseen educación cívica también se fastidian cuando se afecta al sistema republicano. Se espantan cuando un presidente fustiga, en cadena nacional, un fallo de la Corte; cuando un funcionario pide que el Máximo Tribunal se integre con militantes, o cuando se somete a sus miembros a juicio político por el contenido de sus sentencias.
Hay que volver a jerarquizar y a difundir a la educación cívica, porque como decía Alberdi, la calidad de los gobernantes depende de la calidad de los gobernados, y porque, en democracia, los pueblos tienen a los gobernantes que se merecen y que se les parecen.
* Abogado constitucionalista. Profesor de Derecho Constitucional en la UBA. Autor de Claves para la Educación Cívica de los Argentinos.
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Fuente: Perfil