Violencia social y performatividad: el caso Báez Sosa
Finalmente, las condenas a los jóvenes rugbiers que terminaron con la vida de Fernando Báez Sosa, tan joven como ellos, han alcanzado una forma de castigo socialmente aceptado y tipificado en el Código Penal.
La nueva polémica que se inaugura con relación al caso, en estas horas, gira en torno a dos temas: por un lado, si la opinión pública tuvo injerencia en la sentencia del Tribunal y por otro, si la condena a cadena perpetua distorsiona la relación que regula la gradación de las penas con la percepción de lo justo.
O, dicho de otro modo, si solo las respuestas altamente punitivistas satisfacen las demandas sociales sobre la capacidad estatal de “hacer justicia”.
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El hilo de la cuestión se traslada luego, sobre el efecto de resocialización negativo de las cárceles.
Motivo por el cual, ahora, la polémica advierte sobre el destino radical que intercepta la vida de cada uno de los jóvenes condenados.
La continuidad previsible de esta tematización tendrá una duración de no más de siete días, al cabo de los cuales, los jóvenes rugbiers serán trasladados al penal de destino, los críticos llamados a emitir opinión retornarán a sus libros, los medios de comunicación atenderán alguna otra tragedia resultante de la violencia social, sobre la cual, tampoco en este caso, doloroso, hubo lugar para el análisis.
La fragilidad de la perspectiva de caso Báez Sosa
Si hay algo indiscutible e integrado a la cotidianeidad, es la cuota de riesgo e incertidumbre que hemos naturalizado para salir a la calle.
Regresar a casa, sin haber resultado objeto de alguna situación deshumanizante se ha convertido en una situación excepcional.
Tal que, el destrato o el maltrato, no solo está fraguando el con/texto social como cristalización de las formas de relación social, sino también acondicionando nuestros cuerpos y nuestra subjetividad en relación con la percepción de la violencia social y la internalización de la microfísica de su ejercicio.
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De esta manera, el riesgo de ser asesinados, de haber sido insultados, de resultar asaltados, heridos, ultrajados, estafados en un vuelto, una compra, un ticket, una factura de servicio, despedidos sin razón y sin indemnización, es una posibilidad y, está allí, al paso.
Así, disponibles y adaptados a estas formas, el grado mínimo de violencia que debería alertarnos sobre disfuncionalidades sociales performan la cotidianeidad. Con ello, se eleva el nivel de tolerancia y de acondicionamiento para la soportabilidad subjetiva y corporal en un ambiente en el que, además, lo institucional- normativo, carece de anclaje como mecanismo de sujeción.
Como resultado de ello y para desgracia de nuestra frivolidad, la moneda nos cae por la cara ingrata. En esta mundanidad, en donde la vulnerabilidad y la supervivencia es responsabilidad individual y la relación vida-muerte una cuestión de peaje, fuerza o suerte, el “caso Báez Sosa”, antes que un exceso, una monstruosidad, una tragedia o una anomalía que se encierra y termina con la cárcel, hasta que se pudran, es una advertencia.
Así lo estamos haciendo.
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Fuente: Perfil